El Viaje que lo cambió todo (Parte 2)

Tras ganar el concurso Justo y Punch!, Claudia emprendió un viaje a Ecuador para conocer de primera mano diferentes proyectos de Comercio Justo. En este diario, nos invita a acompañarla en un recorrido lleno de descubrimientos y reflexiones sobre el Comercio Justo y la fuerza de sus comunidades.

Ese día nos sumergimos de lleno en la vida de lxs jóvenes de Guamote. Visitamos dos centros educativos súper interesantes, donde lxs chicxs aprendían todo sobre agricultura y ganadería mientras conectaban con sus tradiciones.

La primera unidad era la más peque, con unos 50 estudiantes. Mientras estudiaban, cuidaban gallinas y cuyes, y producían hortalizas para aprender y aplicar los conocimientos en el futuro. Yo estaba allí pensando “¿y yo sin saber ni plantar un tomate?”, y a la vez flipando con todo lo que ellxs sabían hacer. La segunda unidad era un poco más grande, con 187 estudiantes. Nos enseñaron sus invernaderos con riego por goteo, espacios para hacer compost y hasta truchas. Lo que me encantó fue ver a lxs estudiantes súper implicadxs, aprendiendo mientras experimentaban, investigaban y cuidaban sus cultivos y animales.

Más allá de los cultivos, lo que más me llegó fue ver cómo estos proyectos ayudaban a que lxs jóvenes no tuvieran que abandonar sus comunidades y pudieran mantener vivas sus tradiciones y su identidad. Para acabar el día, visitamos una chakra comunitaria en Nitiluisa, un espacio donde unas 15 personas cuidaban juntas de todo: hortalizas, frutales, plantas medicinales y aromáticas. Ver cómo trabajaban en equipo y cómo su esfuerzo se traducía en alimentos sanos y ecológicos me hizo valorar aún más la importancia de mantener vivas las tradiciones y apoyarse entre todxs.

Lo más divertido fue lo generosos que eran: uno de los miembros de la comunidad empezó a darnos plantas medicinales como si fuéramos a montar nuestra propia herboristería, y yo ya no podía ni con una mano para cogerlas todas. Pero eso no fue todo… ¡de repente empezaron a sacar platos y platos de habas recién cultivadas! Entre risas intentábamos comer de todo mientras nos contaban cómo cuidaban la tierra y compartían sus productos con todxs. Fue un momento súper auténtico y lleno de buen rollo que no voy a olvidar. Y para coronar el día, probé el famosísimo encebollado. Solo diré que fue un 10/10, chef’s kiss. 👌🏽

Ese día daba comienzo la segunda parte del viaje. Llevábamos días viendo al Chimborazo de fondo, como un gigante vigilándonos desde la distancia, y por fin había llegado el momento de enfrentarnos a él. Teníamos mucho hype, pero también un poco de miedo por el soroche (mal de altura). Pero haré un pequeño spoiler: ¡sobrevivimos! 👀

De camino al refugio (a nada menos que 4.900 metros de altura) hicimos alguna parada que ya nos dejó con la boca abierta. En un valle vimos una cascada brutal. Pero lo fuerte vino al llegar al refugio: había gente mareada, y yo, que soy bastante sugestionable, empecé a pensar “ay madre, me va a dar algo aquí arriba”. Menos mal que un café calentito me devolvió la calma y las ganas de seguir.

La ruta fue todo un espectáculo. Teníamos que andar despacito, porque el corazón se aceleraba con cada paso, y el viento soplaba con tanta fuerza que parecía que nos quería llevar volando. Cada paisaje era diferente: dunas, picos nevados, una cueva escondida… y hasta el mítico quishuar, un árbol solitario que resiste en medio de la nada. Y de repente apareció la estrellita del Chimborazo, un colibrí minúsculo que vive solo en esas alturas. Al final de la caminata, con las piernas medio temblando, me quedé mirando a lo lejos y pensé en lo pequeña que me sentía frente al Taita Chimborazo. Mil gracias a Laura por regalarnos un día tan inolvidable. ❤️

Desde Riobamba pusimos rumbo a Baños de Agua Santa, atravesando un bosque nublado lleno de niebla y misterio. Nada más llegar, hicimos la ruta de las cascadas, y el Pailón del Diablo nos dejó sin palabras. Visitamos toda la ciudad, y desde el mirador del Diamante todo parecía sacado de una postal (admito que casi me quedé sin almacenamiento en el móvil de tantas fotos que hice). No podía perder la oportunidad de subirme a la tirolina y lanzarme como una loca. ¡Vaya subidón! Ah, y también me columpié en la Casa del Árbol, una sensación indescriptible.

Baños era volcánico, con formaciones basálticas impresionantes, y allí se notaba que Ecuador estaba súper conectado con la geografía: volcanes, ríos gigantes, cascadas por todos lados, cambios de altitud… y era normal que la gente viviera tan de cerca estos fenómenos naturales. Incluso al lado de las carreteras había señales que recordaban cuidar el entorno: “El río es vida, no lo contamines”, “No arrojar basura”… un recordatorio constante de que la naturaleza se respeta. Ese día también vimos al volcán Tungurahua, que significa “garganta de fuego”. Se dejó ver entre las nubes como si quisiera saludarnos. 🌋

¡Este día tocaba la Amazonia ecuatoriana! Nos fuimos rumbo a Puyo con una emoción que no cabía en el cuerpo. El día estaba perfecto, y no dejaba de pensar en la suerte que teníamos: nos comentaron que había llovido mucho en los días anteriores, pero ese amaneció soleado. Después de tantos días de frío en Riobamba, ponerme unas mallas cortas y una camiseta de tirantes fue un mini lujo. Durante el viaje no podía dejar de mirar por la ventanilla mientras los paisajes cambiaban de montañas a selva intensa y verde por todas partes.

Nuestra primera parada fue un centro de recuperación de fauna, donde conocimos animales que habían sido rescatados y que ahora cuidaban para devolverlos a su hábitat. Después llegó la verdadera aventura: adentrarnos en la selva. Cruzamos troncos, nos metimos entre la vegetación y, sí… incluso probamos hormigas que sabían a limón (no me preguntes cómo, pero pasó). Cada paso era un descubrimiento, y sentía que la selva me abrazaba y me llenaba de energía. Después llegamos a una cascada impresionante, donde nos dimos un chapuzón que nos dejó medio disociadas. La sensación de estar rodeada de naturaleza y sonido de agua me conectó con el entorno de una forma increíble.

Visitamos una comunidad indígena donde nos enseñaron cómo se hacía el chocolate, e incluso pudimos hacer nosotras mismas la pasta de cacao (estaba tremendo). Además, comimos maito, un pescado envuelto en hoja de plátano que estaba delicioso. Para terminar, un paseo en barca por el río Pastaza nos permitió contemplar la selva desde otra perspectiva: el río, los árboles gigantes, las aves y la sensación de estar en un mundo paralelo donde la naturaleza manda y todo fluye. 🌱

Al final del día estaba agotada, agradecida y completamente enamorada de la Amazonia ecuatoriana. Cada rincón me recordaba lo grande, diversa y preciosa que es la naturaleza, y cuánto hay que protegerla.

Tocaba descubrir Quito, la capital. El camino fue largo, y confieso que me eché una cabezadita en el coche, pero desperté justo a tiempo para ver cómo la ciudad se desplegaba entre montañas y volcanes. Quito era enorme, caótica y preciosa a la vez. Antes de adentrarnos en el centro histórico, visitamos las oficinas de Maquita en la ciudad. Su tienda era una pasada, llena de productos chulísimos de las comunidades, desde tejidos hasta chocolates, todos de Comercio Justo. No me pude resistir a comprar algunos regalitos y, por supuesto, chocolate. 🍫

Pasear por el centro histórico fue como viajar en el tiempo. Cada calle tenía historia, cada esquina algo que contar, y entre tanta belleza no podía dejar de pensar en todo lo vivido: comunidades que luchaban por mantener sus tradiciones, jóvenes que aprendían a cultivar y proteger su tierra, proyectos de Comercio Justo que sostenían vidas. Fue un buen momento para reflexionar sobre cómo pequeñas acciones cotidianas podían tener un impacto real. El último día lo dedicamos a despedirnos de Ecuador, recogiendo las maletas y disfrutando de los últimos rincones de la ciudad.

Emprendí el regreso a España con el corazón lleno. No era la misma Claudia que había llegado a Ecuador: regresé con la certeza de que el Comercio Justo no era solo una etiqueta, sino un sostén económico, social y cultural para comunidades enteras. Sin él, muchas de las personas que conocí seguirían luchando por sobrevivir; con él, construyen futuro, dignidad y esperanza.

Al final de este viaje me di cuenta de cuánto me había hecho crecer. Conocer a tantas personas increíbles me abrió los ojos y el corazón. Mis compañeras de aventura —Laura, Ana, Inés y Javi— hicieron que cada momento fuera más divertido y especial. Y las mujeres indígenas del Chimborazo y de todas las comunidades que visitamos me enseñaron la fuerza que tienen la sororidad, la tradición y el empoderamiento femenino. Gracias por abrirse, por compartir sus historias y por mostrar cómo luchan cada día para mantener vivas sus tierras y su cultura.

Y no puedo dejar de pensar en lo mucho que cambia vidas el Comercio Justo. Antes, muchas comunidades dependían completamente de intermediarios y la pobreza marcaba su día a día; el esfuerzo de trabajar la tierra muchas veces no se traducía en ingresos justos. Hoy, gracias a sus emprendimientos, pueden generar recursos propios, mantener sus tradiciones y desarrollar sus territorios de manera sostenible. Cada compra consciente que hacemos no es solo un producto más: es apoyo directo a sus proyectos, a su autonomía y a la posibilidad de construir un futuro digno y lleno de oportunidades.

Y recuerda: cambiar hábitos no es un drama… pero seguir como si nada, sí lo es. ❤️